Hace años que soy
cliente de un banco. Confieso que no es algo con lo que me sienta del
todo cómodo, a mí las cosas me gustan más sencillas; la palabra
vale más que los contratos, el dinero más que los cheques y si
pudiera manejarme por la vida haciendo trueques, me sentíría
inmensamente feliz. Pero vivimos en un mundo capitalista que impone
determinadas condiciones que a uno lo obligan, tarde o temprano, a
hacerse cliente de un banco; así que finalmente accedí y elegí ser
cliente de uno. El banco del que soy cliente no es el banco que yo
elegí. En realidad se trata del banco que compró al banco que
oportunamente también compró a ese otro banco, que a su vez se
quedó con la cartera de clientes del banco que yo elegí, cuando el
banco que yo elegí se fundió. Lo cierto es que una vez bancarizado,
el mismo sistema se encargó de que las vicisitudes del devenir de su
funcionamiento, no me vuelvan a dejar fuera de él.
Hace más de veinte años
que soy cliente del banco, y hace unos días se comunicaron conmigo
para ponerme al tanto de la decisión de elevarme a la categoría de
cliente exclusivo. Me cuesta pensar los motivos que los llevaron a
realizar semejante ofrecimiento, puesto que el uso que le doy a la
banca dista mucho de colocarme en la situación de un activo usuario
de los beneficios que ofrece el banco. Pero me llamaron dos o tres
veces para hacerme el ofrecimiento y finalmente concurrí a
informarme de qué se trataba la oferta.
No quiero aburrirlos con
detalles engorrosos, pero el plan más o menos consiste en acceder a
una serie de beneficios extra, a cambio de un aumento en la paga
mensual, proporcional al aumento de dichos beneficios. Las cosas son
más menos las mismas, pero los límites de gasto son mayores y las
tarjetas de crédito serán de un color más brillante que las
anteriores. A medida que me fueron informando de los beneficios fui
descubriendo un mundo hasta el momento desconocido. Los clientes
“exclusive banking” (porque cuando uno entra a ese mundo empieza
a ser definido en otro idioma, puesto que el nuestro no tiene vocablo
de la grandilocuencia capaz de describir semejante condición) van a
la peluquería los viernes, y no cuando tienen tiempo libre. Cenan en
restaurantes ese mismo día de la semana, y dedican el martes a sus
compras semanales en los supermercados, puesto que el resto de los
días estos están atosigados de clientes comunes y mundanos, sin
jerarquía alguna. De tener auto, cargan combustibles los días
sábado. Un cliente “exclusive” puede tener más adicionales de
tarjeta que familiares directos y algunas facilidades para realizar
un par trámites menores que ahora no me vienen a la memoria. Por
último, me informaron que tengo abierta una serie de lineas de
crédito, cosa que me trajo a la memoria el pensamiento de un amigo,
que solía decir que los bancos califican a la disponibilidad de
crédito con la absurda palabra línea, puesto que vivir con dinero
prestado puede ser tan adictivo como la cocaína.
Lo que más me impactó
de todos los ofrecimientos, y lo que en definitiva estimo que hace la
verdadera diferencia, es que al entrar en el sector de clientes
“exclusive” voy a tener prioridad a la hora de la atención
personalizada. El oficial encargado de ponerme al tanto de estos
beneficios que les detallo, me graficó la situación con este
ejemplo: usted concurre a la sucursal ante cualquier necesidad, y
para ser atendido solo debe marcar en la pantalla táctil de la
entrada la letra E (E de “exclusive”, por supuesto) e
inmediatamente los empleados saben que deben atenderlo con premura.
Cuando de inmediato lo llamen, verá a un montón de gente que había
llegado antes, protestando porque lo hacen pasar a usted primero. De
esa manera comprobará en carne propia las ventajas de evitar la
incómoda espera a la que deben someterse el resto de las personas
incapaces de acceder al mismo segmento crediticio que le estamos
ofreciendo.
Confieso que el ejemplo
al que recurrió el oficial de cuentas para intentar convencerme me
resultó incómodo. Yo no tengo pretensión alguna de creerme ni
sentirme más que nadie. Por lo general me ha tocado estar del otro
lado, situaciones en las cuales sentí deseos de dispararle a los
privilegiados que me sorteaban en el orden de llegada. Y para ser
honesto, a mí no me gustaría saber que en el mundo existe gente con
ganas de pegarme un tiro (a no ser que quien quiera pegarme el tiro
sea el marido de Scarlett Johansson enterado del eventual affaire que
tuve con su esposa, pero ese es tema de ficción que ahora no viene
al caso). No llegué a hacerle esta apreciación al oficial, puesto
que los empleados bancarios no suelen ser personas fáciles de
interrumpir y, para qué les voy a mentir, cuando uno se sube a esa
vorágine de exceso de autoestima que le proponen, empieza a asumir
como propios todos los argumentos que minutos antes le resultaban
ajenos. Por ese motivo finalmente acepté la propuesta y me convertí
en un cliente “exclusive”.
Esta mañana decidí
estrenar mi nueva condición haciendo uso de la prioridad en la
atención al cliente. Me tomé todo el tiempo del mundo para
desayunar en casa, no quería llegar primero al banco y perder la
oportunidad de desairar al resto de los clientes de baja
calificación. Pudiendo ir en auto, decidí concurrir caminando. No
tenía ninguna consulta puntual que hacer, en el camino me inventaría
una excusa como para justificar mi privilegiada presencia en la
sucursal. Cualquier pavada, qué significan esas dos rayitas
verticales que cruzan a la letra S antepuesta al importe final en un
resumen de cuenta. Quería enrrostrar mi prerrogativa al empleado que
me toque en suerte, así que cuanto más absurda la consulta, mejor.
Entré a la sucursal, me
dirigí con la cabeza en alto y a paso firme hacia la pantalla
táctil. Pulsé el ícono con la letra E. La máquina expidió un
ticket en donde la letra estaba seguida por el número 30. En ese
mismo instante observé con desprecio al resto de las personas
sentadas en la sala de espera, mientras imaginaba que una luz roja
titilando en cada box de atención al cliente, ponía en alerta a los
empleados, que respondían a la señal abandonando cualquier cosa que
estuvieran haciendo para complacerme. Esperé unos minutos y nada
sucedió. Inquieto pero expectante, decidí aguardar unos minutos
más, al cabo de los cuales todo siguió igual.
Fastidiado, finalmente
me acerqué a un empleado de seguridad que oficiaba al mismo tiempo
de guía para los clientes novatos, y le hice saber de mi enojo a
causa del destrato del que estaba siendo víctima. El hombre no hizo
comentario alguno y me solicitó el papel que la máquina expendedora
de turnos me había entregado. Lo miró detenidamente, levantó la
vista y entonces me hizo saber que tenía por delante veintinueve
clientes tan exclusivos como yo. Cuando le pregunté en donde
esperaban a ser atendidos los clientes comunes y corrientes, me
sonrió y me palmeó el hombro. Después me ofreció un café.