Los sábados a la mañana son para eso. Para andar sin
saber muy bien adonde. Vagar se dice, verdad? O no. Tal vez tener un destino
preciso, pero en el mientras tanto engañarse pensando que uno no sabe muy bien
adónde va. Viajo en colectivo. Leo como Jed Martin, protagonista de la última
novela de Michel Houellebecq, dialoga con el propio Michel Houellebecq. Cuando
leo, a veces me dan ganas de escribir. Por ejemplo, ahora tengo ganas de
escribir mientras leo a un escritor creando un personaje que se entrevista con su
propio creador. No está mal, podría intentar hacer algo parecido, por qué no?
Ser el protagonista de mi propio cuento. En definitiva, en la novela, Martin y
Houellebecq comparten un vino argentino, como el que yo llevo embalado como
regalo. Para quién? No importa, ese es el destino. Ahora interesa el mientras
tanto.
Escucho a los Beatles. Beatles pero no al azar; escucho
a los primeros Bealtes. A esos iniciales escarabajos simples e irresistibles.
Antes que cualquier odontólogo les meta nada en el té y los haga ver diamantes en el cielo. De “Help” para atrás,
ni siquiera “Rubber soul”. Beatles en retrospectiva. Siento como aún desaprendiendo
en un tiempo que retrocede, los tipos siguen tan talentosos como el último día.
Entonces yo, protagonista de mi propio cuento, podría figurarme también retrocediendo
en el tiempo. Incluso podría aprovechar el vino que llevo de regalo y utilizarlo
para hacer una analogía con mi viaje. Que el vino salga de la botella, se
reencuentre con la madera, se desprenda de los aromas y se vuelva mosto y
néctar. Un gran recurso. No sé si muy original, pero con las palabras adecuadas
resultaría un buen golpe de efecto.
Colectivo casi vacío, algo ruidoso el motor como para
leer cómodo, pero si puedo escuchar a los Beatles y leer al mismo tiempo, el
motor no es suficiente impedimento para continuar. Suena “Don´t bother me”. Y
en virtud del retroceso, me acuerdo que hace diez años que murió George
Harrison. Diez años también de la noche de un sábado caluroso de diciembre, de
esas noches en las que en Buenos Aires
no corre una gota de aire. Un sábado en el que el flaco Spinetta homenajeó a
George Harrison cantando precisamente “Don’t bother me”. Obras ardía, en verdad
todo Buenos Aires ardía. Y si uno levantaba la vista hacia el horizonte, el resto
del país no ardía menos que Obras. Y el flaco, solito con su acústica resultó
una brisa fresca. Imperdonable caer en la rutinaria expresión “brisa fresca”
para definir al flaco Spinetta cantando a George Harrison. Pero es un colectivo
ruidoso, que además salta sobre un empedrado imposible que pone a prueba la
fragilidad del vidrio de la botella, y yo voy leyendo, escuchando a los Beatles
pelear contra el motor, y recordando ese
momento, mientras intento desandar el tiempo que me separa de la misma vivencia
que voy evocando.
Debería haber traído copas. Dos copas. Cuando resultan
efectivas, las sorpresas son factibles de quedar a la merced de imponderables. Como
por ejemplo, que el sorprendido no tenga copas. Y aunque los mediodías de
sábado no detenten las mismas pretensiones de elegancia que las noches, ese
vino que en el cuento se escapó de la botella y volvió a la vid, merece algo
más que un vaso tibio de aparador húmedo. Mi memoria no recuerda ningún bazar
entre la parada en donde debo bajar y el tercer timbre del segundo piso en donde voy a anunciarme de improviso. Así que será cuestión
de preguntar y, de paso, sumar personajes a mi cuento.
Las personas
caminan mirando el piso, y cuando ven
que me acerco con intención de preguntarles algo, aceleran el paso. Puede que
estén apuradas, pero a mí se me da por creer que en realidad saben todo, y lo
que no quieren es aparecer como personajes secundarios en un cuento anodino. Yo
solo busco un bazar para comprar dos copas, así que con un par de indicaciones
y gestos bien podrían informarme sin necesidad de entablar diálogo alguno, pero
no hay manera de explicárselos, porque solo me rehúyen.
Miro
alrededor y en todas las direcciones sucede lo mismo: gente cabizbaja y
apresurada alejándose de mí. Se levanta viento y me produce un escalofrío. Cargo el libro bajo un brazo y con el otro
sostengo la botella. Los Beatles siguen en mis oídos. Las hojas y las bolsas de
nylon abandonadas vuelan siguiendo el rumbo de la ventolina. De repente siento
que soy el protagonista del cuento, pero que ese cuento ya no es mío. Y aunque
en principio eso me inquieta, resulta que después termina por aliviarme. De
seguro el autor usurpador sabrá guiarme hasta el bazar y hacerme de las copas,
pienso. Entonces me ilusiono. Solo es cuestión de esperar, aunque no tengo tiempo de sobra. Me recuesto sobre una pared
rugosa, que al contacto con mi espalda deja caer partículas de revoque gastado,
y dejo pasar el tiempo.
Debí
haberlo previsto, nada trascendente puede ocurrir en un cuento en el que yo sea
protagonista. Miro el reloj, me digo que aún estoy a tiempo, y decido correr el
riesgo de los vasos húmedos. Pero antes debo resolver lo que dejé pendiente. Pasan
dos chicas, deben tener unos doce años cada una. Saltan y se pegan unos sopapos
débiles en las mejillas.
- Disculpen – les digo
en un tono suave que no las amedrente.
Desafiando todos los seguros
consejos familiares, para mi sorpresa las jóvenes se acercan.
- Sí? – preguntan curiosas
y sonriendo, sin dejar de golpearse, pero ahora haciéndolo con el revés de sus
manos contra la cintura.
- No les gustaría
protagonizar un cuento?- les ofrezco
Las debo haber
sorprendido, porque piensan unos segundos en silencio.
- Un cuento? Nosotras?-
dice las más alta mirando a la otra, que todavía parecía no haber entendido el ofrecimiento.
- Dale! No estaría
buenísimo, boluda? – prosigue la primera en contestar, consiguiendo quebrar la
apatía en la mirada de su amiga.
- Y qué hay que hacer?-
me pregunta entonces la más pequeña.
Levantando los hombros
y sobreponiendo el labio inferior sobre el otro, les hago saber con el gesto
que no tengo la menor idea. Inmediatamente me doy cuenta que eso puede
desanimarlas, así que pensé en corregir mi impulso cuando la otra me respondió:
- No importa, ya
veremos-
Después le pegó un
sopapo a su amiga, bastante más fuerte de lo que venían pegándose y corrió. La
otra salió a perseguirla.
Levanté la vista y me encontré desorientado y perdido,
sin guión a seguir. Bajo el brazo guardo un libro desconocido y a mi lado
descansa una bolsa con una botella de vino. En mis oídos dos voces jóvenes y
chillonas me aconsejan: hay un lugar adonde puedo ir cuando estoy deprimido. Entonces camino hasta llegar a una
plaza y me siento en un banco de cemento, dispuesto a abrir la botella de vino.
Ella
se acerca despacio. En sus manos trae un sacacorchos que me entrega ni bien se
sienta a mi lado. Hurga en el bolso y extrae dos vasos de vidrio grueso. Me
mira a los ojos y me sonríe. Las chicas
protagonistas de mi cuento abandonado pasan corriendo y ahora cargan con un
conejo blanco. Cuando pasan cerca del banco saludan, pero solo a mí. A ella no
parecen verla.