29 sept 2014

Esperando la Carroza 3

    Recién nos habíamos sentado a la mesa del resto de impronta italiana en San Telmo y en una especie de apartado (una habitación abierta, con una araña añosa decorándola) estaban reunidas cuatro generaciones de una familia. No eran tantos, digamos unos quince. Por lo general ante este tipo de reuniones, uno teme exageradas muestras de efusividad que conspiren contra el tranquilo almuerzo de domingo que uno se propuso. Pero en un principio todo transcurrió con normalidad, y sin prestarles demasiada atención a la reunión, observamos con minuciosidad la carta y ordenamos nuestros platos.
    Entre la decoración que incluye el local (publicidades antiguas de cigarrillos y licores, chapas con nombres de calle, latas de galletitas, radios a válvula y sifones de vidrio, todo muy San Telmo) se destaca la cabina de madera de un ascensor en desuso, en cuyo interior cuelga, pretendiendo simular un pasajero, una percha con una túnica negra. La ausencia de cabeza y piernas le otorga un tono algo tétrico a la imagen, y si uno tiene un poco de imaginación, no es dificil figurarse el cuerpo tambaleante de un ahorcado. En un principio a mí me provocó curiosidad, pero no mucho más que eso.
    Al cabo de unos pocos minutos notamos que en esa reunión numerosa, ocurría algo extraño. Varias personas se reunían alrededor de la señora que presidía la mesa, a la que intentaban reanimar. Una mujer decía "mamá, mamá" de forma reiterada y en tono imperativo. Un hombre le masajeaba la espalda a la abuela, además otro la cacheteaba levemente, y un tercer hombre más joven le tomaba el pulso. Incluso alguien más, o alguno de todos ellos, no puedo precisarlo, le hizo respiración boca a boca. Considerando lo que parecía una situación extrema, todo trascurrió con relativa tranquilidad. Nadie, más allá de la lógica perturbación, actuaba muy desesperado. Como acostumbrados al percance, o al menos juzgándolo como previsible. Nadie gritaba, si existía desesperación, la contenían. Como si la discreción fuera prioridad ante el caracter público del incidente.
    Las empleadas del local se repartían entre atender al resto de los clientes y saber cómo seguía el asunto. Sugirieron abrir las ventanas que daban a la calle para que corra aire. En la mesa continuaba la reanimación, mientras los más pequeños de la familia eran alejados de la escena. Cerca nuestro la moza intentaba traducir la carta del italiano al portugues, para complacer a la pareja gay que solicitaba precisiones acerca de los platos. Porque, es imperioso aclararlo, el dramatismo se desarrollaba en ese apartado y en el resto del salón cumplíamos al pie de la letra con el sabio precepto: “lunch must go on”.
    Uno de los hombres alejado de la mesa había llamado al SAME, sin mucho éxito. Por otra parte, la sobreabundancia de puestos feriantes en los domingos de San Telmo conspiran contra el acceso de ambulancias, con lo cual la demora era previsible. La señora, felizmente, comenzó a reaccionar. Los platos a medio terminar decoraban la larga mesa del percance. Gaseosas de litro y medio y una bolsa con regalos amontonados y a medio abrir colgaba de una de las sillas. Dos o tres miembros de la familia seguían al lado de la abuela, el resto se reagrupó en el salón y con gestos ampulosos se contaban lo que todos habían presenciado.
    Al rato llegó un policía que viendo que la señora había sido reanimada, se limitó a anotar en una hoja, los datos que él solicitaba y los familiares respondían con desgano. A pesar de estar ya recompuesta la señora, un familiar reclamaba por el SAME que se demoraba, puesto que no se resignaba a la ausencia de una opinión médica. Otro de los familiares, un cincuentón al límite de una obesidad maradoniana, consideró que los signos vitales de la abuela eran suficientes como para retomar la celebración y preguntó a los gritos al resto si alguien iba a querer postre o café. Una mujer muy parecida a Beatriz Sarlo, sentada perpendicular a la abuela indispuesta, había observabado todo en silencio con el mentón apoyado sobre las dos manos, en una pasmosa tranquilidad. Cuarenta minutos después, llegó el SAME. Bajaron dos médicos. Uno de ellos se acercó a la abuela, le tomó el pulso y diagnosticó rápidamente que había sido un bajón de presión, sin siquiera usar el tensiómetro. A los familiares, en especial a los que habían pedido el postre, pareció resultarles suficiente. El otro hombre que llegó (¿médico? ¿chofer de la ambulancia?) ni siquiera se acercó a la paciente y se dirigió sin pausa al fondo del local para, como supimos más tarde cuando nos lo contó la moza, solicitar un paquete con comida de cortesía.
    La abuela ya recuperada pidió ir al baño y al pararse demostró una agilidad con la que a mí me gustaría llegar a los cincuenta. Cuando volvió, los familiares ya se habían reacomodado en la mesa, el primer médico había guardado el estetoscopio y el segundo médico hambriento sostenía con su mano derecha la bolsa con la ración de comida solicitada.
    La sucesión de escenas tragicómicas terminó cuando por delante nuestro pasó una torta con un 96 brillante y oimos cantar el feliz cumpleaños mientras veíamos las chispas de una vela de esas tipo bengala, estallando demasiado cerca del rostro de la abuela.
    Cuando nos fuimos, la celebración continuaba, aunque ya menguaban los ademanes y la somnolencia ganaba los rostros de los festejantes. Yo me quedé pensando en el ascensor, en la túnica sin cuerpo que habita esa cabina, y hasta hoy me inquieta la idea de qué hubiese sucedido si en medio de la revuelta, alguien hubiera accionado alguno de sus botones. 


(Aunque este se trate de un blog de cuentos y  todo lo publicado hasta aquí es pura y absoluta ficción, más allá de alguna licencia poética mínima, esta texto se trata de una anécdota 100% verídica)