Recién nos habíamos
sentado a la mesa del resto de impronta italiana en San Telmo y en
una especie de apartado (una habitación abierta, con una araña
añosa decorándola) estaban reunidas cuatro generaciones de una
familia. No eran tantos, digamos unos quince. Por lo general ante
este tipo de reuniones, uno teme exageradas muestras de efusividad
que conspiren contra el tranquilo almuerzo de domingo que uno se propuso. Pero en un principio todo
transcurrió con normalidad, y sin prestarles demasiada atención a
la reunión, observamos con minuciosidad la carta y ordenamos
nuestros platos.
Entre la decoración que
incluye el local (publicidades antiguas de cigarrillos y licores,
chapas con nombres de calle, latas de galletitas, radios a válvula y
sifones de vidrio, todo muy San Telmo) se destaca la cabina de madera
de un ascensor en desuso, en cuyo interior cuelga, pretendiendo
simular un pasajero, una percha con una túnica negra. La ausencia de
cabeza y piernas le otorga un tono algo tétrico a la imagen, y si
uno tiene un poco de imaginación, no es dificil figurarse el cuerpo
tambaleante de un ahorcado. En un principio a mí me provocó
curiosidad, pero no mucho más que eso.
Al cabo de unos pocos
minutos notamos que en esa reunión numerosa, ocurría algo extraño.
Varias personas se reunían alrededor de la señora que presidía la
mesa, a la que intentaban reanimar. Una mujer decía "mamá,
mamá" de forma reiterada y en tono imperativo. Un hombre le
masajeaba la espalda a la abuela, además otro la cacheteaba
levemente, y un tercer hombre más joven le tomaba el pulso. Incluso
alguien más, o alguno de todos ellos, no puedo precisarlo, le hizo
respiración boca a boca. Considerando lo que parecía una situación extrema, todo trascurrió con relativa tranquilidad. Nadie, más
allá de la lógica perturbación, actuaba muy desesperado. Como
acostumbrados al percance, o al menos juzgándolo como previsible.
Nadie gritaba, si existía desesperación, la contenían. Como si la
discreción fuera prioridad ante el caracter público del incidente.
Las empleadas del local
se repartían entre atender al resto de los clientes y saber cómo
seguía el asunto. Sugirieron abrir las ventanas que daban a la calle
para que corra aire. En la mesa continuaba la reanimación, mientras
los más pequeños de la familia eran alejados de la escena. Cerca
nuestro la moza intentaba traducir la carta del italiano al
portugues, para complacer a la pareja gay que solicitaba precisiones
acerca de los platos. Porque, es imperioso aclararlo, el dramatismo
se desarrollaba en ese apartado y en el resto del salón cumplíamos
al pie de la letra con el sabio precepto: “lunch must go on”.
Uno de los hombres
alejado de la mesa había llamado al SAME, sin mucho éxito. Por otra
parte, la sobreabundancia de puestos feriantes en los domingos de San
Telmo conspiran contra el acceso de ambulancias, con lo cual la
demora era previsible. La señora, felizmente, comenzó a
reaccionar. Los platos a medio terminar decoraban la larga mesa del
percance. Gaseosas de litro y medio y una bolsa con regalos
amontonados y a medio abrir colgaba de una de las sillas. Dos o tres
miembros de la familia seguían al lado de la abuela, el resto se
reagrupó en el salón y con gestos ampulosos se contaban lo que
todos habían presenciado.
Al rato llegó un
policía que viendo que la señora había sido reanimada, se limitó
a anotar en una hoja, los datos que él solicitaba y los familiares
respondían con desgano. A pesar de estar ya recompuesta la señora,
un familiar reclamaba por el SAME que se demoraba, puesto que no se
resignaba a la ausencia de una opinión médica. Otro de los
familiares, un cincuentón al límite de una obesidad maradoniana,
consideró que los signos vitales de la abuela eran suficientes como
para retomar la celebración y preguntó a los gritos al resto si
alguien iba a querer postre o café. Una mujer muy parecida a Beatriz
Sarlo, sentada perpendicular a la abuela indispuesta, había
observabado todo en silencio con el mentón apoyado sobre las dos
manos, en una pasmosa tranquilidad. Cuarenta minutos después, llegó el SAME. Bajaron dos
médicos. Uno de ellos se acercó a la abuela, le tomó el pulso y
diagnosticó rápidamente que había sido un bajón de presión, sin
siquiera usar el tensiómetro. A los familiares, en especial a los
que habían pedido el postre, pareció resultarles suficiente. El
otro hombre que llegó (¿médico? ¿chofer de la ambulancia?) ni
siquiera se acercó a la paciente y se dirigió sin pausa al fondo
del local para, como supimos más tarde cuando nos lo contó la moza,
solicitar un paquete con comida de cortesía.
La abuela ya recuperada
pidió ir al baño y al pararse demostró una agilidad con la que a
mí me gustaría llegar a los cincuenta. Cuando volvió, los
familiares ya se habían reacomodado en la mesa, el primer médico
había guardado el estetoscopio y el segundo médico hambriento
sostenía con su mano derecha la bolsa con la ración de comida
solicitada.
La sucesión de escenas
tragicómicas terminó cuando por delante nuestro pasó una torta con
un 96 brillante y oimos cantar el feliz cumpleaños mientras veíamos
las chispas de una vela de esas tipo bengala, estallando demasiado
cerca del rostro de la abuela.
Cuando nos fuimos, la
celebración continuaba, aunque ya menguaban los ademanes y la
somnolencia ganaba los rostros de los festejantes. Yo me quedé
pensando en el ascensor, en la túnica sin cuerpo que habita esa
cabina, y hasta hoy me inquieta la idea de qué hubiese sucedido si
en medio de la revuelta, alguien hubiera accionado alguno de sus
botones.
(Aunque este se trate de un blog de cuentos y todo lo publicado hasta aquí es pura y absoluta ficción, más allá de alguna licencia poética mínima, esta texto se trata de una anécdota 100% verídica)